jueves, 19 de abril de 2007

LA MUERTE DE ERNESTINA ASCENCIO


Raúl Trejo Delarbre / La Crónica de hoy / Jueves 19 de abril del 2007

Las primeras versiones acerca de la muerte de la señora Ernestina Ascencio Rosario eran absolutamente indignantes. Esa mujer de 73 años había fallecido, se aseguraba, a causa de una violación aparentemente perpetrada por miembros del Ejército Mexicano. Mujer, anciana e indígena: la triple indefensión de la señora Ascencio subrayaba la atrocidad que, de acuerdo con tales informaciones, se habría cometido en contra suya.

A la estupefacción ante ese crimen se añadió, desde luego, la exigencia para que fuese castigado con la mayor severidad posible. Las versiones iniciales parecían demasiado contundentes: se dijo que antes de fallecer en una clínica, la señora Ascencio había dicho que los soldados “se le habían echado encima”; el diagnóstico de los médicos que le atendieron mencionaba desgarramientos como los que produce una violación; la autopsia determinó que había muerto de traumatismo craneoencefálico e informó que en sus partes genitales había “líquido seminal en abundancia”.

Con tales evidencias, y con justa razón, la indignación se extendió. La Secretaría de la Defensa Nacional se apresuró a declarar que las muestras recogidas en el cuerpo de la señora serían cotejadas con pruebas de sangre de los militares destacados en el área de Zongolica, en Veracruz, para determinar si los culpables se encontraban entre ellos.

Pocos días más tarde, sin embargo, se fue conociendo otra versión. Una nueva autopsia, dispuesta por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos encontró que no había rastros de la supuesta violación. La necropsia inicial, realizada por el Ministerio Público local, había estado mal hecha y no examinó los órganos internos. El cráneo no estaba fracturado. Las muestras tomadas fueron guardadas con descuido y en ellas los análisis de laboratorio no identificaron células espermáticas.
De acuerdo con la autopsia realizada por personal de la CNDH en presencia de miembros de la Procuraduría de Justicia de Veracruz y de la Procuraduría de Justicia Militar, la señora Ascencio murió debido a una anemia aguda y de úlcera gástrica. El contraste entre ésa y la versión inicial era tan acentuado que, para algunos, resultó ridículo. El viraje en la reconstrucción de la muerte de esa indígena de Zongolica era demasiado brusco para que lo aceptaran quienes preferían aferrarse a la versión del ataque tumultuario.

Para colmo, el diagnóstico que resultaba de la segunda necropsia no lo dio a conocer la CNDH sino el Presidente de la República en un fallido intento para restarle importancia a ese asunto. El presidente Felipe Calderón estaba al tanto de esos resultados porque la autopsia fue presenciada por médicos militares. Y se le ocurrió participárselos, sin que viniera a cuento, a una reportera de La Jornada cuando lo entrevistaba en Los Pinos.

El escenario quedó dispuesto, así, para un nuevo tema de polarización. Hubo quienes, con buena e indignada voluntad pero en ocasiones con ideologización excesiva, vieron en la muerte de Ernestina Ascencio una confirmación de la prepotencia del poder contra los más pobres. El gobierno, se sugirió entonces, quiere encubrir un abuso de los militares. La torpeza de la Secretaría de la Defensa cuando declaró que el líquido seminal recogido por la Procuraduría veracruzana sería confrontado con el ADN de los soldados en Zongolica fue tomada como confirmación de la existencia de esas muestras (las cuales la Sedena nunca dijo que tuviera en su poder). La declaración del presidente Calderón, desde esa perspectiva, confirmaba la manipulación gubernamental. Las fotografías del cadáver que mostraban una gran mancha de sangre fueron comentadas como evidencia del maltrato que habría sufrido doña Ernestina sin advertirse que habían sido tomadas después de la necropsia que, como es comprensible, deja huellas de líquido hemático.

También con precipitación y quién sabe por qué más el gobernador de Veracruz, Fidel Herrera, respaldó la versión del ataque contra la señora Ascencio. Y por otro lado, las declaraciones del presidente de la CNDH, José Luis Soberanes, fueron tachadas como parciales e interesadas por quienes están convencidos de la versión inicial que ofreció la Procuraduría de Justicia de Veracruz.

En alguna medida, Soberanes está cosechando los resultados de un comportamiento fuertemente definido por la frivolidad y la improvisación durante varios años. Su frecuente interés en el aplauso mediático más que en el rigor de las indagaciones o de las recomendaciones que tiene la atribución de emprender y formular, le han conducido a buscar una frecuente cobertura mediática y, a veces, a opinar sin ton ni son. Ahora comprueba cuan veleidoso es el cobijo mediático.

Pero no es únicamente ese funcionario sino, además, la respetabilidad de la institución que encabeza lo que está siendo cuestionado. Y llama la atención la caprichosa apreciación de quienes, cuando les gustan, aplauden las determinaciones de la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Pero las descalifican cuando no se ajustan a sus simpatías o prejuicios
ideológicos.

La investigación de la CNDH sobre la muerte de la señora Ascencio ha sido encabezada por Susana Thalía Pedroza, que es la misma Visitadora General que tuvo a su cargo la indagación sobre los abusos que cometió la policía en mayo de 2006 durante el desalojo de los comuneros de San Salvador Atenco. En aquella ocasión, las conclusiones que presentó esa funcionaria fueron aplaudidas por quienes hoy reprueban su examen sobre los acontecimientos del 25 y el 26 de febrero en Zongolica.

La investigación sobre la muerte de la señora Ascencio tendría que despejar cualquier duda. Si hay una sola evidencia sólida de que murió a causa de una agresión, el expediente judicial debería quedar abierto hasta que el caso se esclareciera de manera incuestionable y los culpables, si los hubiera, fuesen castigados.

Eso tendría que ocurrir en un escenario, dentro de toda esta tragedia, acotado por condiciones ideales. Lamentablemente la muerte de doña Ernestina se convirtió en bandera política tanto para el municipio de Soledad Atzompa que espera recibir más apoyo institucional a partir de este acontecimiento como para quienes por diversas causas, que van desde la convicción auténtica hasta la pragmática conveniencia, quieren culpar al gobierno federal y al Ejército.

Una nueva indagación estaría menoscabada por la inescrupulosidad del Ministerio Público —que no trató ni conservó las evidencias de esa muerte con el cuidado que señalan las pautas más elementales en esos asuntos— y acotada por los sectores de la opinión mediática que ya tomaron partido sobre este asunto. Así que persistirán dos versiones: una, respaldada por las ganas de creer en la consumación de un crimen y la otra, afianzada en la indagación de la CNDH.
Extraviadas entre escabrosos pormenores de carácter forense, quedan algunas preguntas fundamentales que nadie ha tratado de responder. ¿Por qué, si es que así ocurrió, habría soldados tan desquiciados que llegasen a violentar de esa manera a una anciana? ¿Por qué, si es que hubo crimen y los culpables fueron otros, habría tanto interés en desacreditar al Ejército? Junto a esas interrogantes está el resultado de la investigación de la CNDH, la cual tampoco tendría motivos para desacreditarse a sí misma con una pesquisa falseada. Y está el hecho, ese sí irrefutable, de la pobreza y el abandono en los que vivía Ernestina Ascencio y que todavía a la hora de su muerte la perjudican con una impartición de justicia improvisada e inescrupulosa.


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